El pasado sábado visité la fortaleza de San Felipe, en la ría de Ferrol. Sus piedras parecían recordar siglos de resistencia frente al mar y al paso del tiempo. Al día siguiente entré en el Museo Naval, donde maquetas, mapas y objetos antiguos conservan la memoria de una ciudad que unió su historia al mar. En ambos lugares la entrada es gratuita e hice la misma reflexión: lo que el tiempo quiso hundir aún flota porque algunos se empeñan en mantenerlo a salvo.
Esa idea de la lucha contra el olvido me acompañó de vuelta a Lugo, porque también aquí convivimos con un patrimonio valioso, a veces más presente que percibido. Pero esa riqueza, como el mar que erosiona la piedra de San Felipe, exige un cuidado constante. Y ese cuidado cuesta. Se trata de entender que lo gratuito no significa que nada cueste.
Vivimos tiempos en los que la gratuidad se ha convertido casi en un derecho, y donde la cultura de la subvención tiende a sustituir la implicación personal por una espera pasiva de que “alguien”, casi siempre la administración - nunca nosotros - lo resuelva todo. Esa mentalidad, aplicada al ámbito cultural, resulta peligrosa: convierte el patrimonio en algo ajeno, mantenido por otros, y nos exime de la responsabilidad de contribuir, aunque sea con poco, a su sostenimiento. Lo que se recibe sin esfuerzo suele perder valor, mientras que lo que se apoya con una mínima aportación adquiere sentido y pertenencia.
Que el acceso a muchos de nuestros monumentos sea libre es una conquista cívica que debemos preservar. Pero mantenerlos requiere recursos que salen de todos. En estos espacios, museos, monumentos o iglesias visitables, una aportación simbólica puede ser un modo de corresponsabilidad. La pequeña entrada no compra la cultura, sino que la sostiene.
Es cierto que ya pagamos impuestos, y que una parte de ellos debería garantizar la conservación del patrimonio común. Pero el sistema público, por definición, atiende prioridades: sanidad, educación, infraestructuras, servicios sociales… En ese contexto, las pequeñas contribuciones individuales no sustituyen lo público, sino que lo completan, liberando recursos que pueden destinarse a otras necesidades urgentes. Contribuir, por tanto, no es pagar dos veces, sino ayudar a que el esfuerzo colectivo rinda mejor.
Por supuesto, deben mantenerse las exenciones y reducciones para determinados colectivos —desempleados, jubilados, estudiantes, familias numerosas.... No se trata de excluir a nadie, sino de equilibrar el principio de acceso universal con el de sostenibilidad.
La conservación del patrimonio no puede ser tarea exclusiva de concellos, gobiernos autonómicos o del Estado. Cada ciudadano que entiende el valor de lo que hereda contribuye a mantener vivo un legado que no se renueva solo. El valor del patrimonio se pierde cuando se considera garantizado. Y, del mismo modo, se fortalece cuando alguien lo mira con respeto y conciencia.
Este debate no debe ser económico, sino moral. Tiene que ver con la educación cívica, con la manera en que valoramos lo común, porque lo que no cuesta nada tiende a parecer inagotable.
Quizá deberíamos pensar en el mantenimiento de nuestro patrimonio como el precio de la conservación. Mantenerlo es reconocer que lo que fuimos todavía nos sostiene. Y que cada piedra cuidada, cada madera restaurada, cada exposición atendida, es una pequeña victoria contra el paso del tiempo.
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