miércoles, 26 de noviembre de 2025

La muralla que nos une

Se cumplen veinticinco años desde que la Muralla de Lugo fue declarada Patrimonio de la Humanidad. Un cuarto de siglo ya. Y, sin embargo, todavía recuerdo la mezcla de ilusión y responsabilidad con la que, desde el gobierno municipal de aquellos años, trabajamos para iniciar e impulsar el expediente. Hicimos lo que nos correspondía: requerir a las administraciones competentes su implicación, buscar los apoyos externos necesarios e ilusionar a los lucenses con las obras de rehabilitación y peatonalización del casco histórico.

Después ya sólo tocaba esperar la decisión de la UNESCO, que llegó en noviembre del año 2000 para alegría de toda la ciudad. También recuerdo, como si fuese hoy, la mía. Ya no era alcalde ni tenía ninguna responsabilidad política, pero estoy convencido de que pocos se alegraron y emocionaron tanto como yo.

Conviene recordar que aquella iniciativa no fue una actuación aislada. Formaba parte de un proyecto de ciudad que pretendía poner en valor nuestro patrimonio histórico y también el patrimonio ecológico ligado al Miño. Ambas cosas, creo humildemente, las conseguimos: la Muralla alcanzó el lugar central que merecía y el río recuperó su protagonismo natural como gran espacio verde. Hoy los lucenses nos sentimos más orgullosos de lo nuestro, más conscientes del valor de lo que tenemos.

Los grandes logros colectivos casi nunca son fruto del azar. Requieren perseverancia, discreción y una visión compartida de lo que una comunidad quiere ser. La declaración de Patrimonio supuso ese momento en que Lugo empezó a mirarse con más autoestima y el mundo comenzó a fijarse un poco más en nosotros. El turismo creció, la ciudad empezó a sonar fuera y, como curiosidad, hasta en los concursos televisivos se dice ya la “L de Lugo”. Los visitantes siguen sorprendiéndose ante la Muralla con una admiración que aquí, a veces, damos por descontada.

Pero también es cierto que seguimos cayendo en la tentación de acordarnos de la Muralla sólo en los aniversarios. Sacamos la foto, organizamos un acto y volvemos a la rutina. No debería ser así. Un patrimonio universal exige un cuidado continuo y un orgullo que no dependa únicamente del calendario. En eso hay que valorar el esfuerzo de su propietaria, la Xunta de Galicia, que invierte anualmente importantes cantidades en conservar y mejorar nuestro principal monumento.

Y quizá ahora, cuando celebramos veinticinco años de reconocimiento y más de dos mil desde su construcción, convenga recordar su origen: fue un muro defensivo, levantado para proteger el asentamiento romano de Lucus Augusti y separar el dentro del fuera. Hoy, en cambio, debería cumplir la función opuesta. No dividir, sino unir. Ser un símbolo de acuerdos, de consensos posibles entre quienes gobiernan y quienes aspiran a hacerlo. Un recordatorio de que las ciudades prosperan cuando son capaces de sumar y no de levantar nuevas murallas invisibles.

La Muralla nos une a nuestra historia, sí, pero también podría unirnos en la tarea de construir un Lugo más consensuado, más dialogado y más seguro de sí mismo. Quizá este aniversario sea una buena ocasión para mirarla de nuevo con los ojos limpios de quien llega por primera vez y para entender que su verdadero valor se mide, sobre todo, en cómo la valoramos, la promocionamos y la cuidamos cada día.

A muralla que nos une

Cúmprense vinte e cinco anos desde que a Muralla de Lugo foi declarada Patrimonio da Humanidade. Un cuarto de século xa. E, con todo, aínda lembro a mestura de ilusión e responsabilidade coa que, desde o goberno municipal daqueles anos, traballamos para iniciar e impulsar o expediente. Fixemos o que nos correspondía: requirir ás administracións competentes a súa implicación, buscar os apoios externos necesarios e ilusionar aos lucenses coas obras de rehabilitación e peonalización do centro histórico.

Despois xa só tocaba esperar a decisión da UNESCO, que chegou en novembro do ano 2000 para alegría de toda a cidade. Tamén recordo, coma se fose hoxe, a miña. Xa non era alcalde nin tiña ningunha responsabilidade política, pero estou convencido de que poucos se alegraron e emocionaron tanto como eu.

Convén lembrar que aquela iniciativa non foi unha actuación illada. Formaba parte dun proxecto de cidade que pretendía poñer en valor o noso patrimonio histórico e tamén o patrimonio ecolóxico ligado ao Miño. Ambas as cousas, creo humildemente, conseguímolas: a Muralla alcanzou o lugar central que merecía e o río recuperou o seu protagonismo natural como gran espazo verde. Hoxe os lucenses sentimos máis orgullosos do noso, máis conscientes do valor do que temos.

Os grandes logros colectivos case nunca son froito do azar. Requiren perseveranza, discreción e unha visión compartida do que unha comunidade quere ser. A declaración de Patrimonio supuxo ese momento en que Lugo empezou a mirarse con máis autoestima e o mundo comezou a fixarse un pouco máis en nós. O turismo creceu, a cidade empezou a soar fose e, como curiosidade, ata nos concursos televisivos dise xa a “L de Lugo”. Os visitantes seguen sorprendéndose #ante a Muralla cunha admiración que aquí, ás veces, damos por descontada.

Pero tamén é certo que seguimos caendo na tentación de acordarnos da Muralla só nos aniversarios. Sacamos a foto, organizamos un acto e volvemos á rutina. Non debería ser así. Un patrimonio universal esixe un coidado continuo e un orgullo que non dependa unicamente do calendario. Niso hai que valorar o esforzo da súa propietaria, a Xunta de Galicia, que inviste anualmente importantes cantidades en conservar e mellorar o noso principal monumento.

E quizá agora, cando celebramos vinte e cinco anos de recoñecemento e máis de dous mil desde a súa construción, conveña lembrar a súa orixe: foi un muro defensivo, levantado para protexer o asentamento romano de Lucus Augusti e separar o dentro do fose. Hoxe, en cambio, debería cumprir a función oposta. Non dividir, senón unir. Ser un símbolo de acordos, de consensos posibles entre quen goberna e quen aspira a facelo. Un recordatorio de que as cidades prosperan cando son capaces de sumar e non de levantar novas murallas invisibles.

A Muralla únenos á nosa historia, si, pero tamén podería unirnos na tarefa de construír un Lugo máis consensuado, máis dialogado e máis seguro de si mesmo. Quizá este aniversario sexa unha boa ocasión para mirala de novo cos ollos limpos de quen chega por primeira vez e para entender que o seu verdadeiro valor mídese, sobre todo, en como a valoramos, promocionámola e coidámola cada día.

miércoles, 12 de noviembre de 2025

El precio de la conservación

El pasado sábado visité la fortaleza de San Felipe, en la ría de Ferrol. Sus piedras parecían recordar siglos de resistencia frente al mar y al paso del tiempo. Al día siguiente entré en el Museo Naval, donde maquetas, mapas y objetos antiguos conservan la memoria de una ciudad que unió su historia al mar. En ambos lugares la entrada es gratuita e hice la misma reflexión: lo que el tiempo quiso hundir aún flota porque algunos se empeñan en mantenerlo a salvo.

Esa idea de la lucha contra el olvido me acompañó de vuelta a Lugo, porque también aquí convivimos con un patrimonio valioso, a veces más presente que percibido. Pero esa riqueza, como el mar que erosiona la piedra de San Felipe, exige un cuidado constante. Y ese cuidado cuesta. Se trata de entender que lo gratuito no significa que nada cueste.

Vivimos tiempos en los que la gratuidad se ha convertido casi en un derecho, y donde la cultura de la subvención tiende a sustituir la implicación personal por una espera pasiva de que “alguien”, casi siempre la administración - nunca nosotros - lo resuelva todo. Esa mentalidad, aplicada al ámbito cultural, resulta peligrosa: convierte el patrimonio en algo ajeno, mantenido por otros, y nos exime de la responsabilidad de contribuir, aunque sea con poco, a su sostenimiento. Lo que se recibe sin esfuerzo suele perder valor, mientras que lo que se apoya con una mínima aportación adquiere sentido y pertenencia.

Que el acceso a muchos de nuestros monumentos sea libre es una conquista cívica que debemos preservar. Pero mantenerlos requiere recursos que salen de todos. En estos espacios, museos, monumentos o iglesias visitables, una aportación simbólica puede ser un modo de corresponsabilidad. La pequeña entrada no compra la cultura, sino que la sostiene.

Es cierto que ya pagamos impuestos, y que una parte de ellos debería garantizar la conservación del patrimonio común. Pero el sistema público, por definición, atiende prioridades: sanidad, educación, infraestructuras, servicios sociales… En ese contexto, las pequeñas contribuciones individuales no sustituyen lo público, sino que lo completan, liberando recursos que pueden destinarse a otras necesidades urgentes. Contribuir, por tanto, no es pagar dos veces, sino ayudar a que el esfuerzo colectivo rinda mejor.

Por supuesto, deben mantenerse las exenciones y reducciones para determinados colectivos —desempleados, jubilados, estudiantes, familias numerosas.... No se trata de excluir a nadie, sino de equilibrar el principio de acceso universal con el de sostenibilidad.

La conservación del patrimonio no puede ser tarea exclusiva de concellos, gobiernos autonómicos o del Estado. Cada ciudadano que entiende el valor de lo que hereda contribuye a mantener vivo un legado que no se renueva solo. El valor del patrimonio se pierde cuando se considera garantizado. Y, del mismo modo, se fortalece cuando alguien lo mira con respeto y conciencia.

Este debate no debe ser económico, sino moral. Tiene que ver con la educación cívica, con la manera en que valoramos lo común, porque lo que no cuesta nada tiende a parecer inagotable.

Quizá deberíamos pensar en el mantenimiento de nuestro patrimonio como el precio de la conservación. Mantenerlo es reconocer que lo que fuimos todavía nos sostiene. Y que cada piedra cuidada, cada madera restaurada, cada exposición atendida, es una pequeña victoria contra el paso del tiempo.


O prezo da conservación

O pasado sábado visitei a fortaleza de San Felipe, na ría de Ferrol. As súas pedras parecían lembrar séculos de resistencia fronte ao mar e ao paso do tempo. Ao día seguinte entrei no Museo Naval, onde maquetas, mapas e obxectos antigos conservan a memoria dunha cidade que uniu a súa historia ao mar. En ambos os lugares a entrada é gratuíta e fixen a mesma reflexión: o que o tempo quixo afundir aínda flota porque algúns se empeñan en mantelo a salvo.

Esa idea da loita contra o esquecemento acompañoume de volta a Lugo, porque tamén aquí convivimos cun patrimonio valioso, ás veces máis presente que percibido. Pero esa riqueza, como o mar que erosiona a pedra de San Felipe, esixe un coidado constante. E ese coidado custa. Trátase de entender que o gratuíto non significa que nada custe.

Vivimos tempos nos que a gratuidade se ha convertido case nun dereito, e onde a cultura da subvención tende a substituír a implicación persoal por unha espera pasiva de que “alguén”, case sempre a administración - nunca nós - resólvao todo. Esa mentalidade, aplicada ao ámbito cultural, resulta perigosa: converte o patrimonio en algo alleo, mantido por outros, e exímenos da responsabilidade de contribuír, aínda que sexa con pouco, ao seu sostemento. O que se recibe sen esforzo adoita perder valor, mentres que o que se apoia cunha mínima achega adquire sentido e pertenza.

Que o acceso a moitos dos nosos monumentos sexa libre é unha conquista cívica que debemos preservar. Pero mantelos require recursos que saen de todos. Nestes espazos, museos, monumentos ou igrexas visitables, unha achega simbólica pode ser un modo de corresponsabilidade. A pequena entrada non compra a cultura, senón que a sostén.

É certo que xa pagamos impostos, e que unha parte deles debería garantir a conservación do patrimonio común. Pero o sistema público, por definición, atende prioridades: sanidade, educación, infraestruturas, servizos sociais… Nese contexto, as pequenas contribucións individuais non substitúen o público, senón que o completan, liberando recursos que poden destinarse a outras necesidades urxentes. Contribuír, por tanto, non é pagar dúas veces, senón axudar a que o esforzo colectivo renda mellor.

Por suposto, deben manterse as exencións e reducións para determinados colectivos —desempregados, xubilados, estudantes, familias numerosas.... Non se trata de excluír a ninguén, senón de equilibrar o principio de acceso universal co de sustentabilidade.

A conservación do patrimonio non pode ser tarefa exclusiva de concellos, gobernos autonómicos ou do Estado. Cada cidadán que entende o valor do que herda contribúe a manter vivo un legado que non se renova só. O valor do patrimonio pérdese cando se considera garantido. E, do mesmo xeito, fortalécese cando alguén o mira con respecto e conciencia.

Este debate non debe ser económico, senón moral. Ten que ver coa educación cívica, coa maneira en que valoramos o común, porque o que non custa nada tende a parecer inesgotable.

Quizá deberiamos pensar no mantemento do noso patrimonio como o prezo da conservación. Mantelo é recoñecer que o que fomos aínda nos sostén. E que cada pedra coidada, cada madeira restaurada, cada exposición atendida, é unha pequena vitoria contra o paso do tempo.